lunes, 20 de junio de 2016

Dharma “Filosofia De La Conducta”, de Annie Besant-FINAL



CAPITULO 4: EL BIEN Y EL MAL

En nuestras dos últimas reuniones hemos puesto nuestra atención y fijado nuestro pen­samiento, en lo que pudiera llamar, en una gran medida, el lado teórico de este problema com­plicado y difícil. Hemos tratado de comprender como nacen las diferencias naturales. Hemos procurado apoderarnos de esta idea sublime: 

Que este mundo, en un principio simple ger­men vital, dado por Dios, debe crecer hasta convertirse en la imagen de Aquél de quién ha emanado. La perfección de esta imagen no pue­de alcanzarse, según hemos visto, más que por la multiplicidad de las cosas finitas!.

La perfec­ción consiste en esta multiplicidad; pero esta misma multiplicidad que se ofrece a nuestra vista, implica necesariamente la limitación de cada objeto. 
Hemos visto también que, en vir­tud de la ley de desenvolvimiento, la naturaleza interior evolucionante, debe presentar en el universo, en un solo y mismo momento, todas las variedades posibles. Habiendo alcanzado es­tas diversas naturalezas un grado de evolución diferente cada uno, no podemos tener las mis­mas exigencias para todas, ni esperar que todas llenen las mismas funciones. 
Es preciso estu­diar la moralidad desde el punto de vista del que debe practicarla. Al decidir lo que es bueno o malo para un individuo determinado, debe considerarse el grado de desenvolvimiento al­canzado por este individuo.

El bien absoluto sólo existe en Ishvara. 
Nuestro bien y nuestro mal dependen, en gran manera, del grado de evolución alcanzado por cada uno de nosotros. 
Voy a tratar hoy de aplicar esta teoría al modo de vivir. Conviene examinar si, en el curso de nuestro estudio, hemos obtenido una idea razonable y científica de lo que es la moralidad, con el fin de no compartir las confusas nociones esparcidas en nuestros días. Vemos bien un ideal presentado como debiendo realizarlo en la vida; pero también encontramos que los hombres son absolutamente incapaces hasta de tomarlo como objetivo, Notamos la más pe­nosa divergencia entre la fe y la práctica. 
La moralidad no existe, sin tener sus leyes, Como todo el universo es la expresión del pensamien­to divino, también la moralidad tiene sus con­diciones y sus límites, Por esto cabe la posibi­lidad de ver surgir un cosmos del presente caos moral y aprender lecciones morales prácticas, que permitirán a la India crecer, desenvolverse, llegar a ser un modelo para el mundo, recobrar su antigua grandeza y manifestar de nuevo su antigua espiritualidad. 
En los pueblos occidentales se cuentan tres escuelas de moral. Debemos recordar que el pensamiento occidental tiene una gran influen­cia sobre la India, muy especialmente sobre la generación que se está desarrollando y en la que se fundan las esperanzas de la India. Es, pues, necesario tener algunas nociones, sobre las escuelas de moral (diferentes por sus teorías y sus enseñanzas) que existen en occidente, aunque sólo sea para evitar lo que tienen de estrechas y aprovechar lo bueno que pueden ofrecer.

Una de estas escuelas dice que la revelación de Dios es la base de la moral. A esto replican sus adversarios que existen en el mundo mu­chas religiones y cada una tiene su revelación particular. Esta variedad de escrituras sagradas hace difícil, dicen ellos, afirmar que una sola revelación debe ser considerada como fundada en la Autoridad suprema. 
Que cada religión considere su propia revelación como superior a las demás es natural Pero en estas controver­sias ¿cómo podría el investigador formar una opinión? Se dice también que esta teoría peca por su base, como todos los códigos de moral estable­cidos sobre una revelación dada de una vez para siempre. Para que una ley moral pueda ser útil al siglo que la recibe, es preciso que su carácter sea apropiado al de este siglo. A me­dida que una nación evoluciona y que pasan por ella miles y miles de años, vemos que lo que le convenía a esta nación en su primera edad, no le conviene ya en su edad viril. 
Mu­chos preceptos, útiles primeramente, no lo son hoy que sus condiciones han variado. Esta di­ficultad es reconocida y se encuentra su respuesta en las Escrituras Indas, si las estu­diamos, porque estas nos ofrecen una inmensa variedad de enseñanzas morales convenientes a todas las categorías de alma en evolución. Hay en ellas preceptos tan sencillos, tan claros, tan precisos, tan imperativos, que el alma más jo­ven puede obtener provecho de ellas. Pero ve­mos también que los Rishis no consideran estos preceptos aplicables al avance de un alma ya desenvuelta. 
La sabiduría antigua nos demuestra que cier­tas enseñanzas se daban a algunas almas avan­zadas; enseñanzas que en aquella época eran por completo incomprensibles para las masas. 
Tales enseñanzas estaban reservadas a un círcu­lo interior formado por almas que habían al­canzado la madurez de la raza humana. La re­ligión Indú ha considerado siempre la pluralidad de escuelas de moral como necesaria al desenvolvimiento del hombre. Pero cada vez que en una gran religión, este principio no es expresado, encontraréis una cierta moral teó­rica que no está en relación con las crecientes necesidades del pueblo. 
Tiene por consiguiente algo de quimérico y nos da el presentimiento de que no es razonable permitir hoy lo que era permitido a una humanidad en su infancia. Por otra parte encontráis, esparcidos en toda Escritura, preceptos de carácter más elevado, a los que pocos son capaces de obedecer, aún con la intención.

Cuando un mandamiento apro­piado a un ser casi salvaje, es declarado obli­gatorio para todos; cuando, emanando del mis­mo origen que el mandamiento dado a un santo, se dirige a los mismos hombres, entonces surge en nosotros el sentimiento de que eso no debe ser y de ello resulta una perturbación en nues­tras ideas. Otra escuela ha nacido dando la intuición como base de la moral y diciendo que Dios habla a cada hombre por la voz de su conciencia. 
Sostiene, que pueblo tras pueblo, recibe la re­velación; pero que nosotros no estamos sujetos a ningún libro especial, siendo la conciencia el árbitro supremo. Se objeta a esta teoría que la conciencia de un hombre tiene la misma auto­ridad que la de otro. Si vuestra conciencia di­fiere de la de otro ¿cómo decidir entre ambas, entre la de un hombre ignorante y la de un místico iluminado? Si, admitiendo el principio de la evolución, decís que es preciso tomar por juez la conciencia más alta que se pueda en­contrar en vuestra raza, la intuición no puede entonces servir de base sólida de la moral y por el hecho mismo de admitir la variedad, destruís la roca sobre la que queréis edificar. 

La conciencia es la voz del hombre interno que recuerda las lecciones del pasado. Esta expe­riencia que se pierde en la noche de los tiempos, le permite juzgar hoy tal o cual línea de conducta. 

La llamada intuición es el resultado de infinitas encarnaciones. Del número de encar­naciones depende la evolución de una mentali­dad que determina, para el hombre presente, la cualidad de la conciencia. Una intuición de tal género, sin nada más, no podría ser un guía su­ficiente para la moral. Necesitamos una voz que ordene y no la confusión de las lenguas. Nece­sitamos de la autoridad del maestro y no del rumor confuso de las multitudes. 
La tercera escuela de moral es la utilitaria. Sus puntos de vista, tal como son presentados generalmente, no son razonables ni satisfacto­rios. ¿ Cuál es la máxima de esta escuela? “El bien es lo que contribuye a la mayor dicha del mayor número”. 
¿El mal es lo que no contribuye a la mayor dicha del mayor número?”. Esta máxima no resiste el análisis.

Notad las pa­labras: “la mayor dicha del mayor número”. 
Tal restricción hace inaceptable esta máxima para una inteligencia esclarecida. No se trata de mayoría cuando la humanidad está en juego. Una sola vida es su raíz, un solo Dios es su fin. No podéis separar la dicha de un hombre de la dicha de su semejante. No podéis romper la sólida roca de la unidad y tomando la mayoría, concederle una dicha, dejando abandonada la minoría. 
Este sistema desconoce la unidad in­violable de la raza humana y por lo tanto, su máxima no puede servir de base a la moral. Esta insuficiencia resulta de que, por el hecho de la unidad, un hombre no puede ser perfec­tamente dichoso si todos los hombres no lo son también. Su dicha es incompleta mientras un solo ser permanezca aislado y desgraciado. 
Dios no distingue de unidades ni de mayorías, dando una vida única al hombre y a todas las cria­turas. La vida de Dios es la única vida en el universo y la dicha perfecta de esta vida es el objeto del universo. 
Por otra parte la máxima en cuestión cons­tituye un móvil insuficiente, porque sólo hace un llamamiento a la inteligencia desenvuelta, es decir, al alma ya muy avanzada. Dirigios al hombre de mundo ordinario, a una persona egoísta y decidle: “Es preciso practicar la re­nunciación, la virtud y la moralidad perfecta, aunque os cueste la vida”. ¿Qué os responderá? Semejante hombre os dirá: “¿A qué conduce hacer todo esto por la raza humana, por hom­bres por nacer que no veré jamás?”.

Si tomáis la máxima citada como definición del bien y del mal, el mártir es el mayor mentecato que ha producido la humanidad, porque deja esca­par todas las probabilidades de bienestar sin recibir nada en cambio. 
No podéis aceptar esta definición, salvo el caso de que se trate de un alma hermosa, muy desenvuelta y si no com­pletamente espiritual, susceptible por lo menos de una espiritualidad naciente. Hay hombres como William Kingdon Clifford que han dado a la doctrina utilitaria un grado de elevación sublime. Este autor, en su Ensayo sobre Moral, hace un llamamiento al más alto ideal y en­seña la renunciación en los más nobles tér­minos. Y él no creía en la inmortalidad del alma. 
En los momentos de su próxima muerte supo sostenerse cerca de la tumba creyendo que ésta era el fin de todo y predicar que la más alta virtud es sólo digna de un hombre verdadero, porque él se la debe a un mundo que todo se lo ha dado. 
Pocas almas saben en­contrar, en una perspectiva tan sombría, tan bella inspiración. Necesitamos una definición del bien y del mal que atraiga a todos los hombres y no solamente a aquellos que menos necesidad tienen de su aguijón. ¿ Qué surge de todas estas controversias? La confusión y peor aún, una aceptación externa de la revelación que en realidad se deja a un lado.

Tenemos, en resumen, una revelación modificada por el uso; he aquí donde nos hace llegar esa confusión. 
Teóricamente la revelación es mirada como la autoridad y en la práctica se hace abstracción de ella porque resulta bas­tante imperfecta. Consecuencia absurda: aque­llo que es declarado autoridad es rechazado en la vida y el hombre lleva, con poca fortuna, una existencia ilógica, sin ton ni son, sin tener por base ningún sistema preciso y razonable. ¿Podemos encontrar en la idea del Drama una base más satisfactoria, sobre la que pueda ser inteligentemente edificada la manera de vivir? 
Que el individuo haya llegado en su evolución a un nivel poco avanzado o muy elevado, la idea del Dharma implica la exis­tencia de una naturaleza interior desarrollán­dose en el curso de su crecimiento.



Hemos visto que el mundo, en su conjunto, evoluciona (de la imperfección a la perfección, del germen al hombre divino), se eleva de nivel en nivel se­gún cada grado de vida manifestada, Esta evo­lución tiene su causa en la voluntad divina. Dios es la potencia motriz, el espíritu director del conjunto.
Tal es su manera de construir el mundo, tal es el método que El ha adoptado para que los espíritus, Sus hijos, puedan pre­sentar algún día la imagen de su Padre. ¿Esto mismo no implica la existencia de una ley? El bien es aquello que trabaja de acuerdo con la voluntad divina, en la evolución del Universo, e impulsa esta evolución en su marcha hacia la perfección, El mal es aquello que retarda o impide la realización de los designios divinos y tiende a hacer retrogradar al Universo hacia un grado inferior a aquel a que le conduce la evolución. 
La vida se desenvuelve pasando del mineral al vegetal, del vegetal al animal, de éste al hombre animal y del hombre animal al hombre divino. El bien es lo que contribuye a la evolución hacia la divinidad; el mal es lo que la hace retroceder y retarda su marcha. Examinemos esta idea por un momento; qui­zás así obtendremos una clara noción de lo que es la ley y no volveremos a sentirnos pertur­bados por este aspecto relativo del bien y del mal.

Colocad una escalera cuyo pié descanse en esta sala y hacedla sobresalir por encima del techo. Suponed que uno de vosotros está situado en el quinto escalón, otro sobre el segundo y un tercero en el piso de la gala. 
Para el que está en el quinto escalón, sería descender el colarse junto al que está en el segundo, pero para el que está sobre el piso, el unirse al que está en el segundo escalón, sería subir. 
Su­poned que cada escalón representa una acción; cada una de ellas será a la vez moral e inmoral, según el punto de vista en que nos coloquemos. Descender del escalón superior al inferior es, para el hombre más elevado, oponerse a la evo­lución. Actuar así es pues, para él inmoral. 
Pero para el hombre inferior es moral elevarse a tal escalón, porque así se conforma al sentido de su evolución. Dos personas pueden estar en el mismo escalón, pero si una sube y la otra desciende, la acción es moral para la primera e inmoral para la otra. Comprendido esto bien, vamos a comenzar a desenvolver nuestra ley.

He aquí dos jóvenes. Uno, es capaz e inte­ligente, pero ama mucho lo que es agradable físicamente, la mesa y todo lo que procura un placer sensual. El otro presenta los signos de una espiritualidad naciente, es vivo, avispado e inteligente. Supongamos un tercero, dotado de una naturaleza espiritual muy desenvuelta. Te­niendo estos tres jóvenes, ¿a qué móvil acudi­remos para ayudar la evolución de cada uno? Comencemos por el primero, muy inclinado al placer sensual. Si yo le digo: “Hijo mío, tu vida no debe presentar el menor vestigio de egoísmo. Es necesario vivir en el ascetismo”, él se enco­gerá de hombros y se marchará. Con esto, no le habré ayudado a subir un solo escalón. Si le digo: “Hijo mío, tus placeres te dan una ale­gría momentánea, que te arruinarán física­mente y destruirán tu salud. Mira a aquel hom­bre, envejecido antes de tiempo, que se dejó arrastrar a una vida sensual. Ese será tu por­venir si continúas. ¿No es mejor consagrar una parte de tu tiempo a tu cultura intelectual, a tu instrucción, de modo que puedas escribir un libro, componer un poema o emplear tus es­fuerzos en alguna empresa? 
Tu puedes ganar dinero, asegurarte la salud y la celebridad y por tal tentativa, satisfacer tu ambición. Con­sagra de tiempo en tiempo una rupia a la ad­quisición de un libro en vez de malgastarla en una cena. 
Hablándole así a este joven, desper­taré en él la ambición, una ambición egoísta, es cierto; pero la facultad de responder al lla­mamiento de la renunciación no existe todavía en él.

El móvil de su ambición es egoísta, pero es un egoísmo más elevado que el del placer sensual que había en él y mi enseñanza, dando al joven algún fin intelectual, lo coloca por encima del bruto, elevándolo al nivel del hom­bre que desarrolla su inteligencia y ayudándolo así a elevarse sobre la escala de la evolución; mi enseñanza es más sabia que lo sería la de un renunciamiento personal impracticable. 
Ella le presenta, no un ideal perfecto, sino un ideal a su alcance. Si me dirijo al joven intelectual, cuya espi­ritualidad se despierta, le presentaré como ideal el servicio de su país, haciendo de ello su fin y su objetivo, mezcla de egoísmo y de desinterés, ampliando así su ambición y acti­vando su evolución. Y cuando llego al joven dotado espiritualmente, dejo de lado todos los móviles inferiores e invoco, por el contrario, la ley eterna de la renunciación, la consagra­ción personal a la Vida única, el culto de los Grandes Seres y de Dios. Le enseñaré el Vi­veka (discernimiento entre lo real y lo iluso­rio) y el Vairagya (indiferencia por todo lo que no es real) para ayudar así a la naturaleza espiritual a desenvolver sus infinitas posibili­dades. Comprendiendo, pues, que la moralidad es relativa, podremos trabajar con fruto. 
Si no sabemos ayudar a cada alma, cualquiera que sea su nivel, es porque somos maestros sin experiencia. En toda nación, ciertos actos determinados son declarados malos, tales como el asesinato, el robo, la mentira, la bajeza. En todas estas cosas se reconocen crímenes.

Esta es la idea general, pero no es corroborada por los hechos. ¿Hasta qué punto, en la práctica, son reconocidas estas cosas morales o inmorales? ¿Por qué se admite que son malas? Porque la masa de la nación, en su evolución, ha alcan­zado un cierto nivel, porque la mayoría de la nación ha llegado sensiblemente al mismo grado de desarrollo y por ello, mira estas co­sas como malas y contrarias al progreso. 
Por tanto, la minoría que se encuentra por debajo de este nivel, es considerada como compuesta de criminales. La mayoría ha llegado, en su evolución, a un nivel superior: y la mayo­ría hace la ley. Los que no pueden alcanzar ni aun el nivel inferior de la mayoría, son lla­mados criminales. Dos tipos de criminales se nos presentan. En los de la primera categoría, no podemos hacer ninguna impresión, aún cuando apelemos a sus sentimientos del bien y del mal. El público ignorante los trata de criminales endurecidos. Pero esta manera de ver es errónea y origina deplorables consecuen­cias.

Ellos no son más que almas ignorantes, de poca edad, almas jóvenes, niños en la escuela de la vida. No los ayudaremos a elevarse piso­teándolos y persistiendo en maltratarlos con el pretexto de que apenas: son superiores al bruto.
Deberemos emplear todos los medios posibles, todo lo que nuestra razón pueda sugerimos, para guiar e instruir a estas almas-niños y for­mados para una vida mejor. No los tratemos como criminales endurecidos, puesto que sólo son niños en cría.

El otro tipo de criminales comprende a aquellos que sienten hasta cierto punto remor­dimientos y se arrepienten después de cometido el crimen, sabiendo que han procedido mal. 
Estos están en un nivel más elevado que los anteriores y son susceptibles de ser ayudados en el porvenir y de resistir al mal, gracias al mismo sufrimiento que les impone la ley hu­mana.
Yo he dicho que todas las experiencias eran necesarias para hacer posible al alma la distinción entre el bien y el mal, hasta el mo­mento en que lleguemos a distinguirla, pero no más tiempo. Desde el momento en que los dos modos de acción os parezcan diferentes, sabéis que el uno es bueno y el otro es malo. Enton­ces, si elegís el mal camino, pecáis, violáis la ley que ya conocéis y admitís. Un hombre que llega a este punto peca, porque sus deseos son imperiosos y le impulsan a elegir el mal ca­mino. El sufre y con justicia, si obedece a tales deseos. 
Desde el momento en que se tiene el cono­cimiento del mal, ceder al deseo es una degra­dación voluntaria. La experiencia del mal es necesaria solamente antes que el mal sea reco­nocido como tal y con el fin de que pueda serlo. 
Cuando ante un hombre se presentan dos partidos que no parecen diferentes, puede to­mar indistintamente uno u otro sin hacer mal. Pero si una acción es reconocida como mala, es una traición a nosotros mismos permitir que el bruto que está en nosotros se sobreponga al Dios que está en nosotros.

Esto es en realidad lo que es el pecado; esta es la condición de la mayor parte de los hombres (no digo de todos) que cometen el mal hoy. Esto expuesto examinemos algo más de cerca algunas faltas. Tomemos el asesinato. 
Vemos que el sentido común de nuestra sociedad es­tablece una distinción entre matar y matar. Un hombre colérico se arma con un cuchillo y apu­ñalea a su enemigo y la ley lo califica de ase­sinato y lo hace ahorcar. Millares de hombres se arman y asesinan a otros miles y este modo de matar se llama la guerra. La gloria y no el castigo espera al que mata de esta manera.
La misma multitud que vilipendia al asesino de un enemigo solo, aclama a los hombres que matan millares de enemigos, ¿Por qué esta extraña anomalía? ¿Cómo explicarla? ¿Qué hay aquí para justificar la decisión de la sociedad? ¿Existe una distinción entre los dos hechos, que justifique la diferencia de apreciación? Sí, la guerra es una cosa que levanta cada vez más las protestas de la conciencia pública y esto nos comprueba que la conciencia pública se desenvuelve. Pero, si bien nosotros debemos hacer todo lo posible para impedir la guerra, extender la paz y educar a nuestros hijos en el amor a la paz, no por eso deja de existir una distinción real entre la conducta de un hombre que mata por perversidad personal y la manera de matar que emplea la guerra.

Es tan profunda la diferencia, que voy a extender­me algo sobre ello. En el primer caso, es un rencor personal el motor y se siente una per­sonal satisfacción; sólo se ve un fin personal y solo se busca una ventaja. En el segundo caso, si los hombres se matan unos a otros, es por obediencia a las órdenes de sus superiores, úni­cos responsables de la legitimidad de la guerra. No menos reconozco que sólo la disciplina mi­litar presenta ventajas de extrema importancia para los hombres sometidos a su escuela. ¿ Qué aprende el soldado? Aprende la obediencia, la actividad, la exactitud, la acción rápida, a soportar voluntariamente las pruebas físicas sin lamentarse ni murmurar. 
Aprende a arriesgar su vida y a sacrificarla por una causa ideal. ¿No es esta una escuela que tiene su sitio en la evolución del alma? ¿No ganará algo el alma en esta escuela? Cuando el ideal patriótico inflama el corazón, cuando por él, hombres gro­seros, comunes y sin educación hacen el sacri­ficio de la vida, aunque sean fracasados, vio­lentos, faltos de templanza, no por eso dejan de pasar por una escuela que en futuras existencias, hará de ellas hombres mejores y más elevados.

He aquí una expresión empleada por un in­glés de raro talento, Rudyard Kipling. El hace decir a los soldados que quieren batirse por la vida que está en Windsor. 
Tal frase puede parecer algo ruda, pero para el hombre que muere de hambre, que es mutilado en el campo de batalla, es bueno tener presente la imagen de su Reina-Emperatriz, madre de millones de hombres y darle su vida, aprendiendo así por primera vez la belleza de la fidelidad, del valor y de la abnegación. He aquí la diferencia que muy obscuramente sentida por las masas, dis­tingue el asesinato cometido por un motivo per­sonal y el de la guerra. En el primer caso el móvil es egoísta, en el segundo procede de un yo más amplio, el yo nacional. Al considerar estos asuntos de moralidad es­tamos frecuentemente, en nuestros actos, lejos de la realidad. 
Hay muchos robos, mentiras y asesinatos que las leyes humanas no castigan, pero de los cuales toma nota la ley Karmica y los hace recaer en sus autores. Muchos robos se ocultan bajo el nombre de negocios, muchas violencias se disfrazan con el nombre de co­mercio, muchas falsedades bien presentadas son llamadas diplomacia.

El crimen reaparece bajo formas sorprendentes, disfrazado y oculto y los hombres deben aprender vida tras vida, a pu­rificarse a sí mismos. Aquí se presenta, antes que lleguemos a definir la esencia del mal, otro punto que no puede pasar en silencio: el del pensamiento y la acción. Ciertas acciones que vemos efectuar, son inevitables. Vosotros no sa­béis: lo que hacéis cuando dejáis a vuestros pen­samientos seguir una mala dirección. Deseáis en pensamiento el oro ajeno; sin cesar exten­déis manos intelectuales hacia lo que no os per­tenece y así os preparáis un Dharma de ladrón.


La naturaleza íntima, interna, es la que cons­tituye el Dharma y si componéis esta natura­leza interior con malos pensamientos, renaceréis con un Dharma que os conducirá al vicio.
Este mal lo cometéis irreflexivamente. 
¿Cono­céis los pensamientos que existen en vosotros que están prontos a originar una acción? Se puede canalizar el agua e impedirle seguir una cierta dirección; pero si en el dique se practica una abertura, el agua, contenida hasta entonces se derramará por este pasaje y rebasará el di­que. Lo mismo sucede con el pensamiento y la acción. 
El pensamiento se acumula lentamente detrás del dique de las ocasiones fallidas. Vo­sotros pensáis, pensáis siempre y esta oleada del pensamiento crece, crece sin cesar detrás de la barrera de las circunstancias. En otra vida esta barrera cede y la acción se efectúa sin que ningún pensamiento nuevo haya tenido tiempo de nacer. Tales son los crímenes inevitables que a veces arruinan una bella existencia, en el momento en que los pensamientos de otras veces dan sus frutos en el presente y cuando el Karma del pensamiento acumulado se manifiesta en acción. Si, al presentarse la oca­sión, tenéis tiempo de reflexionar y de deciros: “¿Qué es lo que voy a hacer?” es que para vosotros no es inevitable la acción.

El instante de reflexión significa que podéis poner vuestro pensamiento en el lado opuesto y reforzar así la barrera. 
Aquí no hay excusa para cometer una acción reconocida como mala. Estas accio­nes sólo son imposibles de evitar cuando se cometen sin reflexión anterior. En este caso el pensamiento pertenece al pasado y la acción al presente. Llegamos ahora a la cuestión capital, la Separatividad. 
Aquí es donde en verdad reside la esencia del mal.
La gran corriente de vida divina se ha subdividido, multiplicado, lo que era necesario para que fuesen posibles centros individuales y conscientes. Mientras un centro necesita crecer en fuerzas la separatividad es necesaria al progreso. 
Las almas, en un momento dado, necesitan ser egoístas. 
No pueden prescindir del egoísmo al principio de su desarrollo. Pero después la ley de la vida pro­gresiva exige a los más avanzados dejar la separatividad y tratar de realizar la unidad. Estamos ahora en el camino que conduce a la unidad; nos aproximamos más y más unos a otros. Es preciso unirnos para efectuar un nuevo progreso. El objeto final es el mismo, aunque el método haya cambiado en el transcurso de la evolución a través de las edades. La conciencia pública empieza a reconocer que no es la separatividad, sino la unidad, la que permite el verdadero desenvolvimiento de una nación. Tratamos de que el arbitraje substituya a la guerra, la cooperación a la competencia, la protección de los débiles a las brutalidades que han tenido que sufrir y todo esto porque la marcha de la evolución se dirige a la unidad y no a la separatividad. 
Esta simboliza el des­censo en la materia y la unificación la subida hacia el espíritu.

El mundo está en el arco ascendente, a pesar de los millares de almas retardatarias. Hoy el ideal se busca en la paz, la cooperación, la protección, la fraternidad, los socorros mutuos. El mal hoy tiene su origen en la separatividad. Pero esta idea nos lleva a someter nuestra conducta a un nuevo examen. ¿Nuestra acción presente tiene por objeto una ventaja personal o el bien general? ¿Es nuestra vida inútil y replegada en sí misma, o sirve de ayuda a la humanidad? Si nuestra vida es egoísta, es malvada, culpable e impide el progreso del mundo. Si vosotros sois de aquellos que han visto cuan bello es el ideal de la unidad y comprendido toda la perfección de la humanidad divina, de­béis borrar de vosotros esta herejía de la separatividad. Estudiando muchas de las antiguas enseñanzas y examinando la conducta de los Sabios, se presentan, desde el punto de vista moral algu­nos asuntos a veces bastante embarazosos.



Hago aquí esta observación porque puedo sugeriros un modo de razonamiento que os permita de­fender los Shastras contra una crítica capciosa y estudiar sus enseñanzas con fruto sin experimentar turbación en vuestras ideas. 
Un gran Sabio no da con su conducta un ejemplo que el hombre ordinario deba estar obligado a se­guir siempre. Entiendo por un gran Sabio un hombre en el cual está muerto todo deseo per­sonal, que no siente atracción hacia ningún ob­jeto terrestre, para quien la vida no es sino la obediencia a la voluntad divina, que, por último, se ofrece a sí mismo para servir de canal a la fuerza divina y verter sobre el mundo oleadas de socorro. De esta manera, llena las funciones de un Dios y las funciones de los Dioses son dife­rentes de las funciones humanas. La tierra abunda en catástrofes de todo género: guerras, terremotos, hambres, epidemias y pestes, ¿cuál es la causa de esto? La sola causa en el universo de Dios, es Dios mismo. Estos azotes que pa­recen tan terribles, tan inadmisibles, tan crue­les, son Su manera de instruirnos cuando obra­mos mal. La peste se lleva en una nación millares de hombres. 
Una guerra formidable cubre los campos de batalla de millares de cadáveres. ¿Por qué? Porque esta nación no está adap­tada a la ley divina de su evolución y que le es necesario que reciba del sufrimiento la lección que no quiso aprender por la razón. 
La peste es consecuencia del desprecio de las reglas de hi­giene. Dios es muy misericordioso para per­mitir que una ley sea despreciada por los caprichos, las fantasías y los sentimientos del hombre, tan tardío en evolucionar, sin hacerle sentir la infracción cometida. Estas catástrofes son producidas por los Dioses, por los agentes de Ishvara, que invisibles para el mundo, ha­cen respetar la ley divina como un magistrado hace respetar las leyes humanas.

Precisamente porque ellos llenan estas funciones y actúan de una manera impersonal, sus acciones no son ejemplos para seguirlos nosotros, así como la acción de un juez que recluye a un criminal en la prisión no puede ser invocada como argu­mento para que un simple ciudadano pueda tomar venganza de su enemigo. Ved, por ejem­plo, al gran sabio Narada. Le vemos provocar la guerra cuando dos naciones han llegado a un punto en que no pueden progresar más que por una lucha encarnizada y por la conquista de la una por la otra.
Los cuerpos perecen y nada hay más útil para los hombres que mueren en esta forma, que la rápida supresión de sus cuerpos. Así ellos pueden, en nuevos cuerpos, encontrar condiciones más favorables para su desenvolvimiento.

Los Dioses provocan una ba­talla donde mueren millares de hombres. En nosotros sería culpable imitarlos, porque sería un pecado provocar la guerra por motivos de conquistas, ganancias, ambiciones, o por una razón de carácter personal. Pero en el caso de Narada no es así, porque los Devarshis, como él, ayudan la marcha del mundo en el camino de la evolución destruyendo los obstáculos. Tendréis una noción de las maravillas de los mis­terios del Universo cuando sepáis que lo que parece mal, visto desde el lado de la forma, es bien, visto desde el lado de la vida. Todo lo que viene es para el mayor bien del mundo. Si, “hay una divinidad que decide nuestros des­tinos”. La religión tiene razón al decir que los Dioses gobiernan el mundo y guían las naciones y las traen de grado o por fuerza al camino recto cuando ellas se desvían. 
Un hombre absorbido por la personalidad, atraído por los objetos de deseos y de quien el yo es solamente Kama, efectuando una acción instigada por Kama, comete un crimen. Y esta misma e idéntica acción efectuada por un alma liberada, exenta de todo deseo, en cumpli­miento de una orden divina, es buena. Dado que los hombres han perdido toda creencia en la intervención de los Dioses, estas palabras pueden parecer extrañas, pero no existe energía en la naturaleza que no sea la manifestación física de un Dios ejecutando la voluntad del Su­premo. He aquí la verdadera manera de con­siderar la naturaleza.

Nosotros vemos del lado de la forma y cegados por Maya le llamamos mal, pero los Dioses rompiendo las formas, su­primen todos los obstáculos en el camino de la evolución. Ahora podemos comprender uno o dos de estos otros problemas que nos presentan fre­cuentemente los espíritus superficiales. Supon­gamos que un hombre que desea cometer un pecado no lo puede efectuar solamente por falta de oportunidad y que su deseo es cada vez más fuerte. ¿Qué es lo mejor que puede ocurrirle? La ocasión de llevar su deseo a la práctica, ¡Có­mo! ¡Cometer un crimen! Sí. Un crimen es menos pernicioso para el alma que la idea fija continua, que el desarrollo de un cáncer en el centro de la vida. Una vez cometido, ha muerto la acción y el sufrimiento que la sigue, enseña la lección necesaria.

El pensamiento, por el contrario, se propaga y vive [1], ¿Comprendéis esto? ¿Sí? Entonces comprendéis también porqué en las Escrituras, encontráis un Dios colocando al paso del hombre, la ocasión de cometer un crimen al que aspira y que realmente co­metía ya en su corazón. El deberá expirar su pecado, pero el sufrimiento que le espera le instruirá. Si nada hubiese impedido crecer este mal pensamiento en su corazón, habría gradualmente arruinado la naturaleza moral del hombre. Es como un cáncer, cuya rápida su­presión es lo único que impide el contagio de todo el cuerpo. Es preferible para tal hombre pecar y sufrir en seguida, que desear pecar y no encontrar más obstáculo que la falta de ocasión, preparándose así una degradación ine­vitable en vidas futuras. Lo mismo es cuando un hombre progresa rá­pidamente y subsiste en él una debilidad oculta, o el Karma pasado no ha sido extinguido, o no se haya expiado una mala acción. Este hombre no será liberado mientras el Karma no se haya extinguido o la deuda no sea pagada. ¿ Cuál es el partido más misericordioso que se puede to­mar? Es el de ayudar a este hombre a pagar su deuda, en la angustia y en la humillación para que el sufrimiento consiguiente a la falta pueda extinguir el Karma del pasado.

Es decir, que un obstáculo que impedía su liberación se ha alzado en su camino. Dios trae la tentación para derribar la última barrera. Me falta tiempo para desarrollar en sus detalles tan importante idea, pero os encargo que la desarrolléis voso­tros mismos. Sí después, de haberla asimilado leéis un libro como el Mahabharata, compren­deréis la acción de los Dioses trabajando en el huracán y en el rayo de Sol, en la guerra y en la paz y veréis que todo va bien, suceda lo que quiera para el hombre o la nación, porque la más alta sabiduría y el más tierno amor los guían al fin que les está asignado. Todavía una palabra, una palabra que me atreva a deciros a vosotros, que parcialmente me habéis seguido en el estudio de un asunto tan difícil y abstruso. Nosotros podemos subir más alto aún. Sabed que existe un fin supremo. Los últimos pasos que nos conducen a él no son los que Dharma pueda guiar. He aquí las admirables palabras del gran Instructor Shri Krishna.


Veamos como en su enseñanza final, Él menciona lo que sobrepasa en sublimidad a todo lo que nos hemos atrevido a bosquejar. Ved su mensaje de paz: Escuchad todavía Mi palabra suprema, la más secreta de todas. Tú eres mi bien amado; tu corazón es firme; así te hablaré, Yo, por tu bien.
Que tú Manas se pierda en Mí. Conságrate a Mí. Ofréceme tus sacrificios. Postérnate ante Mí y tú vendrás hasta Mí. Abandonando todos los Dharmas, ven a Mí como tu único refugio. No te aflijas. Ya te libraré de todo pecado. (Bhagavad Gita, XVIII, 64 – 66). Mis últimas palabras se dirigen a aquellos cuya vida se resume en un ardiente deseo de sacrificarse por Él. Ellas tienen derecho a estas últimas palabras de esperanza y de paz. El Dharma llega a su fin. 
El hombre no tiene más que un deseo: el Señor. Cuando el alma ha lle­gado a este grado de evolución en que nada pide al mundo y se da por completo a Dios, cuando ninguna llamada del deseo tiene acción sobre él, cuando el corazón, por el amor, ha ga­nado la libertad, cuando todo el ser se lanza a los pies del Señor, entonces, dejad todos los Dharmas, no son para vosotros. No es para vosotros la ley del desenvolvi­miento, ni la necesidad de equilibrar los de­beres, ni el examen severo de la conducta. Os habéis entregado al Señor y nada hay en vosotros que no sea divino.
¿Qué Dharma po­dría corresponderos todavía? Unidos a El, no tenéis existencia separada, vuestra vida está en El. Su vida es la vuestra. Podéis vivir en el mundo, pero solo sois Sus instrumentos. Estáis en El por entero. Vuestra vida es la de Ishvara y el Dharma no puede hacer presa en vosotros. 
Vuestra devoción os ha liberado, porque vues­tra vida está en Dios Tal es la palabra del Maestro. Tal es el pensamiento que yo deseo dejaros al terminar. Y ahora, hermanos, adiós. Nuestro trabajo en común ha terminado. Después de haber ex­puesto imperfectamente un asunto tan inmenso, dejadme pediros que escuchéis el pensamiento que está en el mensaje y no las palabras del mensajero, que abráis vuestros, corazones a la idea y olvidéis los labios que imperfectamente la han presentado. Recordad que, en nuestro ascenso hacia Dios, es necesario ensayar, aún­ que sea de modo imperfecto, trasmitir a nues­tros hermanos algo de esa vida que tratamos de alcanzar. Olvidad la que os habla, pero recordad la enseñanza. Olvidad las imperfecciones; son del mensajero, no del mensaje. Adorad al Dios, cuyas enseñanzas habéis estudiado y perdonad, en vuestra caridad, las faltas que Su servidora ha podido cometer al presentároslas. ¡Paz a todos los seres!

FIN

[1] Esto no significa que un hombre deba cometer un pecado en lugar de luchar contra él. Tanto como lu­che, es mejor para él y adquiere fuerzas, El caso de que se trata es aquel en que no hay lucha y en que el hom­bre sólo deja de cometer el crimen. Por falta de ocasión. En este caso, cuanto mas pronto se presente la ocasión. tanto mejor para el hombre. El deseo acumulado rompe sus diques, el deseo realizado trae el sufrimiento; el hombre aprende una lección necesaria y se encuentra purgado de un veneno moral que aumentaba incesantemente.

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Dharma “Filosofia De La Conducta”, de Annie Besant (Capitulo 3º )

LA EVOLUCIÓN-CAPITULO 3

Vamos a estudiar esta tarde la segunda parte del asunto tratado ayer. 
Recordareis que, para mayor facilidad lo considero dividido en tres partes: las Diferencias, la Evolución y el Pro­blema del Bien y del Mal. Ayer hemos estudiado las Diferencias y la razón por la cual hombres diferentes tienen Dharmas diferentes. 
Me permito recordaros la definición que hemos adop­tado del Dharma: el Dharma significa la natu­raleza interior caracterizada por el grado de evolución alcanzado, más la ley determinante del crecimiento en el período evolutivo que va a seguir. Os ruego que no perdáis de vista esta definición, porque, sin ella, no podríais aplicar el Dharma a lo que hemos de estudiar con el tercer título de nuestro asunto. 
Con el título de “la Evolución” estudiaremos; como el germen vital viene a ser, por la evolu­ción, la imagen perfecta de Dios. Recordemos que hemos visto que la única representación po­sible de Dios está en la totalidad de los numero­sos objetos que constituyen por sus detalles el universo y que el individuo no alcanzará la per­fección más que desempeñando de una manera completa su papel particular en el formidable conjunto. 
Antes de poder comprender la Evolución es necesario encontrar su origen y su razón: una vida que se inmerge en la materia antes de desenvolver toda clase de organismos compli­cados. 
Partimos del principio que todo viene de Dios y que todo está en Él. Nada en el Uni­verso puede ser excluido de Él. 
No hay vida que no sea Su vida, ni fuerza que no sea Su fuerza, ni energía que no sea Su energía, ni formas que no sean Sus formas; todo es el resultado de Sus pensamientos. 
Esta es nuestra base. Este es el principio de que debemos par­tir, osando aceptar todo lo que él implica, osan­do admitir todas sus consecuencias. 
“La semilla de todos los seres”, dice Shri Krishna, hablando como supremo Ishvara, he aquí lo que Yo soy, oh Arjuna y nada hay animado o inanimado que pueda existir pri­vado de Mi” (Bhagavad Gita, X, 39). No temamos tomar esta posición central. No vaci­lemos, con el pretexto de que las vidas en curso de evolución son imperfectas, en admitir alguna de las conclusiones a que pudiera conducirnos esta verdad. 
En otra sloka Él dice: “Yo soy el fraude del truhan. Yo soy también el esplendor de las cosas espléndidas” (X. 36).
¿Cual es el sentido de estas palabras que parecen tan ex­trañas? ¿Cómo explicar esta frase que parece casi profana? 
No solamente encontramos enun­ciado en este párrafo nuestro principio fun­damental, sino que vemos que Manú enseña exactamente la misma verdad: “De su propia Substancia Él hace nacer el universo”. La vida, emanando del Supremo, reviste velo tras velo de Maya, bajo los cuales debe desenvolver por la evolución todas las perfecciones latentes en ella.
Pero se nos dirá: ¿Esta vida que emana de Ishvara no contiene desde el principio en si misma, todas las cosas ya desenvueltas, toda potencia manifestada, toda posibilidad actual­mente realizada? La respuesta a esto, dada mu­chas veces en símbolos, en alegorías y en tér­minos precisos, es “No”. 
La vida contiene todo potencialmente, pero nada manifestado de an­temano. Contiene todo en germen, pero nada como organismo desenvuelto. La semilla es lo que está colocado en las olas inmensas de la materia. El germen solo es dado por la Vida del Mundo. Estos gérmenes venidos de la vida de Ishvara, desenvuelven paso a paso, fase tras fase, sobre cada escalón sucesivamente, todas las potencias presentes en el Padre generador, nombre que se da Ishvara en el Gita, Él lo declara: “Mi matriz es Mahat – Brahma; en ella coloco yo el germen, tal es el origen de todos los seres. ¡Oh Bhárata! Cualquiera que sea la matriz donde se formen los mortales, ¡Oh, Kaunteya!. Mahat Brahmá es su matriz y yo soy su Padre generador” (XIV, 3-4). De esta semilla, de este germen conteniendo todas las cosas en el estado de posibilidad, pero nada todavía manifestado, debe evolucionar una vida, elevándose de nivel en nivel, de más en más alto, hasta que se forme un centro conciente capaz de alcanzar, aumentándose, la misma con­ciencia de Ishvara, pero quedando siempre como un centro susceptible de llegar a ser un nuevo Logos o Ishvara, con objeto de producir un nuevo universo. 




Consideremos en detalle este universo con­junto. 

Nuestro punto de partida es la vida que se mezcla a la materia. Estos gérmenes de vida, estas miríadas de simientes, o, para emplear la expresión de los Upanishads, estas innume­rables chispas, emanan todas de la Llama única, que es el Supremo Bráhman. Es necesario que en estas simientes se despierten las cualidades. Estas cualidades son fuerzas, pero fuerzas ma­nifestadas a través de la materia. Una tras otra aparecen las fuerzas. Ellas constituyen la vida de Ishvara velada en Maya. 
El crecimiento en los primeros periodos es lento y oculto, como el grano está oculto en la tierra, cuando su­merge su raíz hacia abajo y envía hacia la su­perficie su tierno tallo para permitir la futura aparición del arbolillo. Germina silenciosa la se­milla divina y los comienzos remotos están ocul­tos en las tinieblas como las raíces bajo la tierra. Esta fuerza inherente a la vida, o más bien, estas fuerzas innumerables que manifiesta Ishvara para permitir la existencia del uni­verso, no aparecen en el germen todas al prin­cipio. No hay ningún signo de su inmenso porvenir, ningún presagio de lo que vendrá a ser más tarde. Relativamente a esta manifestación en la materia se ha dicha una palabra que da mucha luz sobre el asunto, sí llegamos a com­prender el sentido interno y sutil; Shri Krishna, hablando de Su Prakriti, o manifestación infe­rior, dice: 
“La tierra, el agua, el fuego, el aire, el éter, Manas, Buddhi y Ahankara, tales son los ocho elementos de Mi Prakriti. 
Esta es la inferior. Después define Su Prakriti superior diciendo: “Conoce Mi otra Prakriti, la superior, el elemento vital, Oh potente guerrero, que mantiene el universo” (VII, 4, 5). – Después algo más adelante, pero separado de las pala­bras anteriores por numerosas Slokas, tanto que frecuentemente el lazo que las une escapa al lector, se dicen otras frases: 
“Esta divina Maya, que es la Mía, formada por los Gunas, es difícil de percibir. Solo aquellos que vienen a Mi pueden penetrar esta Maya” (VII, 14.). 
Este Yoga-Maya es, en verdad, difícil de percibir. Muchos no llegan a descubrir Lo bajo de su envoltura de Maya, tan difícil es de pene­trar. “Aquellos que están desprovistos de Bud­dhi Me consideran, a Mi, el no manifestado, como manifestado, e ignoran Mi naturaleza Su­prema, imperecedera, muy excelente”. 
“No me descubren todos bajo el velo de Mi Yoga-Maya”. (VII, 24, 25).-EI declara enseguida que es Su vida no manifestada la que impregna el uni­verso. El elemento de vida, o Prakriti superior es no-manifestado y la Prakriti inferior es ma­nifestada. 
Dice entonces: Del no manifestado, salen, al nacimiento del día, la oleada de objetos manifestados. Cuando llega la noche, ellos se disuelven de nuevo en Lo que se llama el no manifestado. (VII, 18). Esto se repite in­definidamente. Más lejos nos dice: “También existe, en verdad, más allá del no manifestado, otro no-manifestado eterno. Cuando todos los seres son destruidos, él no es destruido”. (VII, 20) Hay una sutil distinción entre Ishvara y Su imagen que Él envía hacia fuera. La imagen es el reflejo del no-manifestado pero Él mismo es el no-manifestado superior, el eterno que jamás es destruido. 
Comprendido esto, llegamos a la elaboración de las facultades. Aquí comenzamos verdaderamente nuestra evolución. El flujo vital se ha mezclado a la materia con objeto de que la si­miente se encuentre colocada en un medio ma­terial, haciendo posible la evolución. Cuando llegamos al principio de la germinación es cuando comienza la dificultad. 
Es necesario, en efecto, remontarnos por el pensamiento, al tiem­po en que no existía en este yo embrionario ni razón, ni facultad imaginativa, ni memoria, ni juicio, ninguna, en fin, de las facultades men­tales condicionales que nosotros conocemos; al tiempo en que la vida manifestada era la que encontramos en el reino mineral, colocada en las más bajas condiciones de conciencia. Los mi­nerales dan pruebas de su conciencia por sus atracciones y repulsiones, por la cohesión de sus partículas, por sus afinidades y antipatías, pero no presentan nada de esta conciencia que se puede llamar el sentimiento del “yo” y del “no yo”. En cada una de estas formas primitivas del reino mineral comienza a desenvolverse la vida de Ishvara. 
No solamente existe aquí la evo­lución del germen de vida, sino que Él mismo, en toda Su fuerza y en toda Su potencia está aquí, presente en cada átomo de Su universo. Suya es la vida en movimiento que hace inevi­table la evolución, Suya la fuerza que dilata dulcemente las paredes de la materia con una inmensa paciencia y un amor vigilante, impi­diendo que se quiebren bajo tal tensión. Dios, que es Él mismo, el Padre de la vida, encierra en Si mismo esta vida, como una Madre, desarrollando la simiente a Su semejanza. 
Jamás demuestra impaciencia ni precipitación. 
Él quiere conceder sobre los siglos sin número todo el tiempo que puede necesitar el pequeño ger­men. El tiempo es nada para Ishvara porque Él es eterno y para Él todo ES. 
Lo que Él quiere es una manifestación perfecta, sin ninguna pre­cipitación en su trabajo. Más adelante veremos como se ejerce esta paciencia infinita. El hom­bre, destinado a ser la imagen de su Padre re­fleja en si mismo el Yo con el cual es uno y del cual emana. Es preciso que la vida se despierte. 
Pero ¿cómo? Los golpes, las vibraciones traerán a hacerse activa la esencia interior. La vida es excitada a la acción al contacto de las vibra­ciones exteriores. Estas miríadas de semillas de vida, todavía inconscientes, envueltas en la materia, son lanzadas unas contra otras por la naturaleza, por los innumerables medios de que ésta se sirve. Pero “la naturaleza” no es más que la vestimenta de Dios, Su manifestación más baja en el plano material. Las formas se entrechocan y quebrantan así las envolturas materiales exteriores que recubren la vida y esta responde al golpe por un estremecimiento. Poco importa la naturaleza del golpe. Lo que es preciso ante todo es que sea violento Toda experiencia es útil. Todo lo que toca la envoltura con bastante energía para despertar en esta vida un estremecimiento, basta para comenzar. Es preciso que la vida, desde adentro, empiece a estremecerse y esto será el despertar de una facultad naciente.


Al principio solo habrá un estremecimiento interior sin acción sobre la envoltura exterior. Pero, a medida que los golpes suceden a los golpes, que vibración tras vi­bración producen sus sacudidas cual temblores de tierra, la vida interior envía hacia fuera, a través de su propia envoltura, un estremeci­miento que es una respuesta que el golpe ha provocado. Así se ha alcanzado un grado más: la respuesta emitida por la vida oculta atra­vesando la envoltura. Estas experiencias se su­ceden en el reino mineral y en el reino vegetal. En este último, las respuestas a las vibraciones nacidas del contacto comienzan a mostrar que la vida posee una nueva facultad: La sensación. La vida comienza a probar lo que nosotros lla­mamos “impresiones”. 
Dicho de otra manera, ella responde de un modo diferente al placer y al sufrimiento. La esencia del placer es la ar­monía. Todo lo que procura placer es armónico. 
Todo lo que hace sufrir es una disonancia. Pen­sad en la música. Las notas armónicas, tocadas en un mismo acorde, dan al oído una sensación agradable, pero si herís las cuerdas sin ocuparos de las notas, produciréis una disonancia que hace sufrir al oído. Lo que es cierto en música es cierto en todo. 
La salud es armonía, la enfer­medad una disonancia; la fuerza, la belleza, son armonías, la debilidad, la fealdad, son disonan­cias. En todo, en la naturaleza, el placer significa la respuesta de un ser dotado de sensación a vibraciones armónicas y rítmicas y el sufri­miento significa la respuesta a vibraciones di­sonantes y no rítmicas. Las vibraciones armónicas abren un canal que se presta a la expan­sión de la vida y la corriente que viene de fuera constituye “el placer”. Las vibraciones no ar­mónicas cierran las avenidas impidiendo produ­cirse la corriente y este impedimento consti­tuye el sufrimiento [1].
La corriente de vida que viene de fuera hacia los objetos constituye lo que llamamos “el deseo”. Por consiguiente, el placer es la satisfacción del deseo. Esta di­ferencia comienza a hacerse notar en el reino vegetal. 
Sobreviene un golpe armónico. La vida responde a estas vibraciones armónicas, se di­lata y en esta dilatación siente “placer”. Sobre­viene  otro golpe, el cual es disonante. 
La vida le responde con una disonancia siendo recha­zada sobre si misma y en esta retención encuen­tra una causa de “sufrimiento”. Los golpes se suceden sin tregua ni reposo y solamente después de haberse repetido un infinito núme­ro de veces, despiertan en esta vida cautiva el sentimiento de la distinción entre el placer y el dolor. Establecer las distinciones es la única manera que tiene nuestra conciencia, por el momento al menos, para llegar a distinguir los objetos entre ellos. Tomemos un ejemplo muy familiar. Si colocáis una moneda en la palma de la mano y apretáis los dedos sobre ella, la sentís; pero a medida que la presión se prolonga, sin nada que la modifique, el sentimiento del contacto desaparece de la mano y no sabéis de­cir si vuestra mano está o no vacía. Removed un dedo y sentiréis la moneda y dejad la mano inmóvil y la sensación desaparece. 
La concien­cia no puede, pues, conocer los objetos más que por las diferencias y cuando estas desaparecen, la conciencia cesa de responder. Llegamos a la facultad siguiente manifestada en la evolución de la vida en el reino animal. 
La sensibilidad al placer y al dolor es grande en este caso y aparece en germen la facultad de establecer relaciones entre los objetos y las sensaciones; nosotros la llamamos “la percep­ción” ¿Qué significa esta palabra? Significa; que la vida llega a poder establecer un lazo entre el objeto que la impresiona y la sensación por la cual ella responde a este objeto.
Cuando esta vida naciente al contacto de un objeto exterior, reconoce en él algo que produce placer o dolor, decimos nosotros que este objeto es percibido y que la facultad de percibir o establecer lazos entre los mundos exterior e interior está evolu­cionada. 
Cuando este progreso es realizado, la facultad mental comienza a germinar y a cre­cer en el organismo. La encontramos entre los animales superiores. 
Tomemos el salvaje, el cual nos permitirá pasar más rápidamente sobre estos primero períodos. En él encontramos el sentimiento del “yo” y del “no-yo” surgiendo lentamente y marchando a la par. El “no-yo” le toca y el “yo” lo siente; el “no-yo” le es agradable y el “yo” lo sabe; el “no-yo” le hace sufrir y el “yo” experimenta dolor. Entonces queda esta­blecida una distinción entre el sentimiento que se mira como el “yo” y todas las causas que se consideran como el “no-yo”. Aquí nace la inte­ligencia, y la raíz de la propia conciencia comienza a desenvolverse. Dicho en otra forma, se crea un centro hacia el cual todo converge desde fuera y desde el cual todo diverge hacia el exterior. He dicho que las vibraciones se repetían. 
Esta repetición produce ahora resultados más rápidos. Conduce a percibir los objetos agra­dables y por ello, permite alcanzar el grado siguiente: la esperanza del placer antes de que el contacto tenga lugar. Se reconoce en el objeto lo que ya ha dado placer y se espera la repeti­ción del mismo. 
Esta esperanza es el primer signo de la memoria y el comienzo de la ima­ginación. El intelecto y el deseo se entrelazan y la esperanza, conduce a una nueva cualidad mental a manifestarse en germen. Cuando exis­ten el reconocimiento del objeto y la esperanza del placer que debe acompañar la vuelta de este objeto, el progreso siguiente es formar y animar una imagen mental el objeto, su recuer­do; de aquí nace una oleada de deseo, del deseo de tener este objeto, una aspiración hacia él y finalmente, la búsqueda de tal objeto que pro­cura impresiones agradables. De este modo mul­tiplica el hombre en sí los deseos activos. 
Él desea el placer e impulsado por el intelecto, se dedica a su búsqueda. Durante largo tiempo el había permanecido en el período animal, du­rante el cual jamás buscaba un objeto sin una sensación interna precisa inspirándole una ne­cesidad que solamente el mundo exterior podía satisfacer. Volvamos, solo por un instante, al animal. 
¿Qué es lo que le impulsa a la acción? El deseo imperioso de librarse de una sensa­ción desagradable. Siente hambre, desea ali­mento y se dedica a buscarlo. Siente sed, desea apaciguarla y va en busca de agua. Siempre busca el objeto que puede satisfacer su deseo y una vez satisfecho, permanecerá en reposo. En el animal no hay movimiento espontáneo; la impulsión debe venir de fuera. El hambre, cier­tamente, es sentida por el cuerpo interiormente, pero esto es exterior con relación al centro de la conciencia. 
El grado de evolución de la con­ciencia puede establecerse por la relación exis­tente entre las influencias determinantes exte­riores y los móviles espontáneos. La conciencia inferior es impulsada a la acción por influen­cias exteriores a ella misma. 
La conciencia su­perior es impulsada a la acción por móviles que provienen de adentro. Así, estudiando al salvaje, vemos que la sa­tisfacción del deseo es la ley de su progreso. ¡Cuán extraño parecerá esto a muchos de vo­sotros! Manú ha dicho: “Tratar de librarse de los deseos satisfaciéndolos, es pretender extin­guir el fuego, con manteca derretida. Es preciso humillar y dominar el deseo. Es preciso sofocar en absoluto el deseo”.
Esto es muy realmente verdadero, pero solamente cuando el hombre alcanza un cierto grado de evolución. En las primeras fases la satisfacción de los deseos es la ley de la evolución. 
Si el hombre no satisface sus deseos, no hay para él progreso posible. Necesario es comprender que, en este período, no existe nada que pueda llamarse moralidad. No hay distinción entre el bien y el mal. Todo deseo debe ser satisfecho.
Cuando este centro consciente que acaba de nacer trata de satisfa­cer sus deseos, entonces solamente, puede desen­volverse. Durante esta fase primitiva, el Dharma del salvaje, o del animal superior le es im­puesto. No hay elección. Su naturaleza interior, que distingue el desenvolvimiento del deseo, pide ser satisfecha. La satisfacción de este de­seo es la ley de su progreso.
El Dharma del salvaje es pues el satisfacer todos sus deseos y no encontraréis en él el más débil sentimiento del bien y del mal, ni la más vaga noción de que la satisfacción de los deseos pueda estar prohibida por una ley superior. Sin la satisfacción de los deseos no hay de­senvolvimiento posible y éste debe preceder al despertar de la razón y del juicio y a la ad­quisición de las facultades más altas de la me­moria y de la imaginación. 
Todo esto debe te­ner nacimiento en la satisfacción del deseo.
La experiencia es la ley de la vida y del progreso. Sin acumular experiencias de todas clases, el hombre no puede saber que vive en un mun­do sometido a la Ley. Esta tiene dos maneras de hablar al hombre: el placer, cuando ella es ob­servada; el dolor cuando es violada. Si en esta fase poco avanzada los hombres no efectuasen toda clase de experiencias, ¿cómo conocerían la existencia de la Ley? ¿Cómo llegarían a establecer una distinción entre el bien y el mal sin haber tenido la experiencia del bien y del mal? Solo los opuestos hacen posible la existencia de un universo. Estos opuestos se presentan a la conciencia en un momento dado bajo la forma de bien y mal. 
No podréis reconocer la luz sin la oscuridad, el movimiento sin el reposo, el placer sin el dolor. Igualmente, no podéis conocer el bien que es la armonía con la Ley, sin conocer el mal que es el desacuerdo con la Ley. El bien y el mal son opuestos que carac­terizan un período más avanzado de la evolu­ción humana y el hombre no puede llegar a apreciar lo que les distingue sin haber pasado por las experiencias de uno y otro y ahora se produce un cambio. El hombre ha llegado a un cierto grado de discernimiento. Abandonado a sí mismo de un modo absoluto, el llegará con el tiempo, a reconocer que ciertas cosas le son favorables, le fortifican, exaltan su vida mientras que otras le debilitan, dismi­nuyen su vida. La experiencia le enseñará todo esto. Con ella por solo maestro, llegará a dis­tinguir el bien del mal, identificará el senti­miento agradable, que exalta la vida, con el bien y el sentimiento doloroso, que la dismi­nuye, con el mal y así llegará a concluir que toda felicidad y todo progreso tienen su origen en la obediencia a la Ley. 
Pero esta inteligencia naciente necesita mucho tiempo para comparar entre si las experiencias agradables y dolorosas y estas experiencias, difíciles de comprender en cuanto que lo que primero ha dado placer, llega, por el exceso, a causar dolor y de aquí deducir el principio de la Ley. Mucho tiempo ha de pa­sar para que ella pueda reunir innumerables experiencias y deducir de ellas la idea de que esto es bueno y aquello es malo. Pero a esta deducción no llega por sus  solos medios. 
De mundos pasados vienen ciertas Inteligencias de una evolución más alta que la suya, Maestros que vienen a ayudar su desarrollo, a llevar de la mano su crecimiento, a enseñarle la exis­tencia de una ley que impone las condiciones de su evolución y que aumentará su bienestar, su inteligencia y su fuerza. En realidad la Revelación que proviene de la boca de un Maestro apresura la evolución, en lugar de quedar en­tregada a las lentas enseñanzas de la experiencia y el hombre encuentra en las palabras de un superior y en su expresión de la ley una ayuda a su desenvolvimiento. 
El Maestro dice a esta inteligencia naciente: “Si matas a este hombre, cometerás una acción que yo prohíbo por autoridad divina; esta ac­ción es mala y te hará desgraciado”. El Maestro dice: “Es bueno socorrer a los que mueren de hambre; este hambriento es tu hermano, alimén­talo, no lo dejes morir de hambre, comparte con él lo que tú posees; esta acción es buena y si tú obedeces a esta ley, te encontrarás bien”. 
Las recompensas se ofrecen para atraer la inte­ligencia naciente hacia el bien y los castigos y amenazas para separarlos del mal. La prospe­ridad terrestre está asociada a la obediencia de la Ley y el infortunio terrestre a su trasgre­sión. Esta declaración de la ley, de que la des­gracia es la consecuencia de lo que la ley pro­híbe y la dicha es la consecuencia de lo que la ley ordena, estimula a la inteligencia naciente. Ella desobedece a la ley y al venir el castigo, sufre y después se dice: “El Maestro me había advertido”. 
El recuerdo de una orden confir­mada por la experiencia hace sobre la concien­cia una impresión mucho más fuerte y más rá­pida que la experiencia sola sin la revelación de la ley.
Esta declaración de lo que los sabios califican de principios fundamentales de la mo­ralidad a saber, que ciertos géneros de ac­ción retardan la evolución y otros la aceleran­, es para la inteligencia, un inmenso estimulante. ¿Rehúsa el hombre obedecer la ley? 
Queda entonces entregado a las duras lecciones de la experiencia, El dice: “Yo quiero este objeto, por más que la ley lo prohíba” y queda enton­ces entregado a las severas enseñanzas del do­lor y el látigo del sufrimiento le enseña la lec­ción que no ha querido aprender de los labios del Amor. ¡Cuán frecuente es esto en nuestros días! ¡Cuántas veces un joven razonador e infatuado rehúsa escuchar la ley, rehúsa escuchar la experiencia y no tiene en cuenta las enseñanzas del pasado! El deseo supera en él a la inteli­gencia. Su padre tiene el corazón destrozado. “Mi hijo, dice, está sumido en el vicio; mi hijo se deja arrastrar al mal. Yo le he enseñado a obrar bien y he aquí que se ha vuelto un em­bustero. Tengo el corazón destrozado por su conducta”. Pero Ishvara, Padre más tierno que ningún padre terrestre, permanece paciente. Porque él está en el hijo lo mismo que en el pa­dre. Está en él y le instruye de la única ma­nera que esta alma consiente en aceptar. El joven no ha querido escuchar la autoridad ni el ejemplo. Es necesario a toda costa que el mal principio que retarda su evolución sea arran­cado de él. Si rehúsa instruirse por la dulzura, que se instruya por el dolor, que se instruya por la experiencia. 
Que se sumerja en el vicio para experimentar enseguida el amargo dolor que sobreviene por haber pisoteado la ley. 
No hay prisa. Si la lección es penosa de aprender, al menos la aprenderá seguramente. Dios está en él y por tanto le deja marchar a su gusto. ¡Qué digo! Hasta le facilita el camino. 
A la demanda del joven, Dios responde: Hijo mío, si rehúsas escuchar, haz lo que deseas y se instruido por tu dolor abrasador y la amargura de tu degradación. Yo estoy junto a ti, te vigilo a ti y a tus acciones, porque Yo cumplo la ley y soy el Padre de tu vida. Tú aprenderás a desear en el fango y la degradación, lección que no has querido recibir de la sabiduría y del amor”. He aquí porque Él dice en el Gita: “Yo soy el fraude del truhan”. Porque siempre pa­ciente, Él trabaja por el fin glorioso y nos hace emprender caminos dolorosos cuando no que­remos seguir los caminos llanos. Nosotros, inca­paces de comprender esta compasión infinita, interpretamos mal sus intenciones: pero Él pro­sigue su obra con la paciencia de la eternidad, para llegar a que el deseo sea completamente extirpado y que su hijo pueda ser perfecto como su Padre que está en los Cielos es perfecto. Abordemos el periodo siguiente. Hay en él ciertas grandes leyes de desenvolvimiento que son generales. Hemos aprendido a atribuir a ciertas cosas el carácter de bien y a otras el de mal. Cada nación se forma una idea especial de la moralidad. Muy pocos saben como esta idea se ha formado y cuales son sus puntos dé­biles. 
Para lo corriente de la vida ella es su­ficiente. La experiencia de la raza guiada por la ley, le ha enseñado que ciertas acciones re­tardan la evolución mientras que otras la aceleran. La gran ley de la evolución metódica subsecuente a las fases iniciales es la que go­bierna los cuatro pasos sucesivos del desenvol­vimiento siguiente del hombre y se afirma cuan­do este ha alcanzado un punto determinado, cuando su enseñanza preliminar ha concluido. Esta ley existe en todas las naciones cuya evolución ha alcanzado cierto nivel, pero ha sido proclamada por la India antigua como la ley definida de la vida evolucionante, como la pro­gresión que sigue el alma en su crecimiento, como el principio subyacente que permite com­prender el Dharma y conformarse a él. El Dharma, recordadlo, comprende dos elementos: la naturaleza interior en el punto a que ha llegado y la ley que determina su desenvolvi­miento en el período que se va a abrir ante ella. El Dharma debe ser proclamado por cada uno. El primer Dharma es el del servicio. Cualquiera que sea el país en que las almas sean nacidas, desde el momento en que han dejado tras ellas los períodos preliminares, su naturaleza interior exige que sean sometidas a la disciplina del servicio y que adquieran, sirviendo, las cualidades necesarias para su crecimiento en el pe­riodo que comienza. La facultad de actuar con independencia queda ahora muy restringida. 
En este período relativamente poco avanzado, hay más tendencia a ceder a las impulsiones exteriores que a manifestar un juicio formado tomando un partido determinado emanado del interior. En ésta clase vemos a todos aquellos que se relacionan al tipo del sirviente. Recor­dad las sabias palabras de Bhishma: Si los ca­racteres distintos del Brahman se encuentran en un Shudra y faltan en un Brahman, entonces el Brahman no es Brahman y el Shudra no es Shudra. En otras palabras, los rasgos distintos de la naturaleza interior determinan el grado de desenvolvimiento de esta alma y le imprimen el sello de una de las grandes divisiones na­turales. Cuando la facultad de iniciación es débil, la razón pobre y poco desenvuelta, el Yo inconsciente de sus altos destinos e influen­ciado sobre todo por los deseos, cuando él to­davía tiene que desarrollarse satisfaciendo la mayor parte si no la totalidad de sus deseos, entonces el Dharma de este hombre es servir y solamente por el cumplimiento de este Dhar­ma puede conformarse a la ley evolutiva que lo llevará a la perfección. Un hombre tal es un Shudra, cualquiera que sea el nombre que se le de en los diferentes países. 
En la India anti­gua, las almas que presentaban los caracteres distintivos de este tipo nacían en las clases que convenían a sus necesidades, porque los Devas guiaban sus nacimientos. 
En nuestros días reina la confusión. ¿Cual es en este periodo la ley de crecimiento? La obediencia, la devoción, la fidelidad.
La obediencia, porque el juicio no está desarrollado. El hombre que tiene por Dharma el servicio, debe obedecer ciegamente a quien sirve. No le corresponde discutir las órdenes de su superior, ni examinar si las acciones que de él se exigen son sabias. Ha recibido una orden y su Drama es obedecer. 
Tal es para él la única manera de instruirse. Se vacila en admitir esta doctrina, pero es verdadera. 
Voy a presentar un ejemplo que parecerá claro, el de un ejército y un sim­ple soldado a las órdenes de su capitán. 
Si cada soldado sometiese a su juicio personal las órdenes del general y dijera: “Esto no está bien, porque, a mi modo de ver, hay otro lugar donde yo seria más útil”, ¿qué vendría a ser el ejér­cito? El soldado es fusilado cuando desobedece, porque su deber es la obediencia. ¿Vuestro jui­cio es débil? 
Estáis dominado por las influencias exteriores? ¿No podéis ser dichosos más que rodeados de ruido, de tumulto? Entonces vues­tro Dharma es servir, cualquiera que sea el lu­gar de vuestro nacimiento y seréis afortunados si vuestro Karma os coloca en una posición en que la disciplina pueda formaros. 
El hombre aprende, pues, a prepararse para el grado siguiente. El deber de todos aquellos cuya posición les confiere autoridad es recordar que el Dharma de un Shudra queda cumplido cuando él es obediente y fiel a su señor y no esperar que un hombre llegado a este grado de evolución manifieste virtudes más altas. Pedirle serenidad en los sufrimientos, pureza de pensamiento y el poder de soportar las priva­ciones sin murmurar, sería exigirle demasiado. Si en nosotros mismo estas cualidades están con frecuencia ausentes, ¿cómo esperar encontrar­las en lo que llamamos clases inferiores? 
El de­ber del superior es manifestar virtudes superio­res; pero de ningún modo tiene derecho de exigirlas a sus inferiores. Si el servidor da prue­bas de fidelidad y obediencia, su Dharma está perfectamente cumplido y sus otras faltas de­berán ser no castigadas, sino indicadas con dul­zura por el superior, porque haciéndolo así ins­truye a esta alma más joven. Un alma-niño de­berá ser guiada con dulzura por el sendero. 
Su desarrollo no debe ser detenido por nuestras durezas, como sucede generalmente. El alma, habiendo aprendido esta lección en muchos nacimientos, se ha conformado a la ley de su crecimiento y fiel a su Dharma, se va aproximando al período siguiente, durante el cual debe aprender a ejercer por primera vez el poder para la adquisición de la riqueza. El Dharma de esta alma es ya desenvolver todas las cualidades maduras ahora para el desenvol­vimiento y que florecerán llevando el género de vida exigido por la naturaleza interior, es decir, adoptando una de las ocupaciones reque­ridas en el período siguiente, en el que adquirir riquezas es un mérito. Porque el Dharma de un Vaishya, en todos los países del mundo, es desenvolver en sí mis­mo ciertas facultades definidas. 
El espíritu de justicia, la equidad en sus relaciones con otro, la facultad de no dejarse desviar de su objeto por simples razones de sentimiento, el desen­volvimiento de cualidades como la astucia y la perspicacia, sabiendo mantener en equilibrio la balanza entre los deberes contradictorios, el há­bito de pagar lealmente en los asuntos legales, un espíritu penetrante, la frugalidad, la ausen­cia de despilfarro y de prodigalidad, la regla de exigir a cada servidor el servicio que debe prestar y pagarle su salario justo, pero nada de más; tales son los rasgos más salientes que preparan para un desarrollo más avanzado. Es un mérito en el Vaishya el ser frugal, el rehusar pagar más de lo que debe, el exigir en las tran­sacciones la rectitud y la exactitud. Todo esto hace nacer las cualidades necesarias que contribuirán a la perfección futura. 
Al principio estas cualidades son a veces poco simpáticas, pero consideradas desde un punto de vista más elevado, se ve que constituyen el Dharma de este hombre y si este Dharma no se cumple, los puntos débiles subsistirán en su carácter, se manifestarán más tarde y perjudicarán su evo­lución. 
La liberalidad es seguramente la ley de su desenvolvimiento ulterior, pero no la libe­ralidad del hombre negligente o que paga más de lo que debe. El debe acumular riquezas por la práctica de la frugalidad y de la exactitud y después emplearlas en nobles adquisiciones, o en pensiones a los sabios, o bien consagrarlas a empresas serias y cuidadosamente estudiadas que tengan por objeto el bien público. Acumu­lar con energía y gastar con cuidado, discerni­miento y liberalidad, tal es el Dharma de un Vaishya, la manera como se manifiesta su na­turaleza y la ley de su crecimiento ulterior.
Esto nos lleva al grado siguiente, el de los reyes y guerreros, de las batallas y las luchas, en que la naturaleza interior es combativa, agre­siva, batalladora, sabiendo mantenerse en su puesto y pronta a defender a cada uno en el ejercicio de sus derechos. El valor, la intrepidez, la generosidad magnífica, el sacrificio de la vida en la defensa de los débiles y el cumplimiento de los deberes personales tal es el Dharma del Kshatriya. Su deber es proteger lo que le está confiado contra toda agresión exterior. Esto puede costarle la vida, pero poco importa. Debe cumplir con su deber. Su trabajo es proteger, guardar. Su fuerza debe servir de barrera en­tre el débil y el opresor, entre el ser indefenso y los que quieren pisotearlo. Tiene razón en hacer la guerra y en luchar en las selvas con las bestias feroces. No comprendiendo lo que es la evolución, ni lo que es la ley del creci­miento, vosotros os espantáis de los horrores de la guerra. Pero los grandes Rishis, que lo han querido así, saben que un alma débil jamás puede alcanzar la perfección. No podéis adqui­rir la fuerza sin el valor.
Ni la firmeza ni el valor pueden adquirirse sin afrontar el peligro, sin estar dispuesto a renunciar a la vida cuando el deber exige tal sacrificio. Sentimental e impresionable, el pseudo moralista retrocede ante esta doctrina, pero olvida que en todas las na­ciones hay almas que tienen necesidad de esta escuela y cuya evolución interior depende de la, manera de que se aprovechen de ella. De nuevo apelo a Bhishma, encarnación del Dharma y recuerdo sus palabras: 
“Es el deber del Kshatriya inmolar a sus enemigos a millares, si su deber de protector se lo impone”. La gue­rra es terrible, los combates son espantosos, hacen estremecer de horror nuestros corazones y las torturas de los cuerpos mutilados y desgarrados nos hacen temblar. Esto proviene en gran parte de que la ilusión de la forma nos domina completamente. El cuerpo está desti­nado solamente a ayudar la evolución de la vida interior. ¿Esta ha aprendido todo lo que el cuerpo podía darle? Pues que este cuerpo desaparezca y que el alma quede libre para volver a tomar otro cuerpo nuevo que le per­mita manifestar más altas facultades. Nosotros no sabríamos percibir la Maya del Señor. Nues­tros cuerpos, que vemos aquí, pueden perecer periódicamente, pero cada muerte es una re­surrección a una vida superior. El cuerpo en sí no es más que una vestidura en que el alma se envuelve. ¿Qué sabio desearía que su cuerpo fuera eterno? Nosotros damos a nuestros niños un pequeño vestido y se los cambiamos a me­dida que crecen. ¿Haríais un vestido de hierro para impedir su crecimiento? Así, este cuerpo es nuestro vestido. ¿Será de hierro para ser im­perecedero? 
¿El alma no tiene necesidad de un cuerpo nuevo para alcanzar un grado de desen­volvimiento más avanzado? Entonces, que el cuerpo desaparezca. Tal es la difícil lección que aprende el Kshatriya. El hace el abandono de su vida física y en este abandono, su alma ad­quiere el espíritu de renunciación; así aprende a sufrir, a tener confianza en sí, la consagra­ción a un ideal, la fidelidad a una causa y el Kshatriya da alegremente su cuerpo como pre­cio de esas virtudes y su alma inmortal se eleva triunfante para prepararse a una vida más her­mosa. 
Viene por fin el último período: el de la enseñanza. Aquí el Dharma es enseñar. El alma debe haber asimilado todas las experiencias in­feriores antes de poder enseñar. 
Si ella no hu­biese atravesado todos estos períodos anteriores y obtenido la sabiduría por la obediencia, el es­fuerzo y la lucha ¿cómo podría enseñar? El hombre ha llegado a este grado de evolución en que la expansión natural de su naturaleza interior le impulsa a instruir a sus hermanos más ignorantes. 
Estas cualidades no son artificiales. Son naturales e innatas y se manifiestan donde quiera que existan. Un Brahman no es un Brahman si, por su Dharma, no ha nacido ins­tructor.
¿Ha adquirido conocimiento y un na­cimiento favorable? 
Esto es para ser instructor. La ley de su desenvolvimiento es el conoci­miento, la piedad, el perdón de las ofensas, la simpatía por toda criatura. ¡Qué Dharma tan diferente! Pero ¿cómo el Brahman podría sen­tir simpatía por toda criatura si no hubiese aprendido a sacrificar su existencia a la voz del deber? 
Las mismas batallas han enseñado al Kshatriya a ser más tarde el amigo de toda cria­tura. ¿ Cuál es para el Brahman, la ley de su desarrollo? No debe perder jamás el imperio sobre sí mismo. Jamás debe ser arrastrado. Siempre debe dar prueba de dulzura. De otra manera, falta a su Dharma. Debe ser absoluta­mente puro. Jamás deberá llevar una vida in­digna. 
Debe desprenderse de los objetos terres­tres si ejercen alguna acción sobre él. ¿Es esto un ideal imposible? Yo no hago más que enun­ciar la ley que los Grandes Seres han enunciado antes. Mis palabras solo son un débil eco de las suyas. La ley nos ha dado este modelo. ¿Quién se atreverá a modificarlo? 



Si el mismo Shri Krishna ha proclamado este ideal, como el Dharma del Brahman, es que tal debe ser la ley de su desenvolvimiento: y el objeto de este es la liberación. 

La liberación le espera, pero so­lamente si él manifiesta las cualidades que debe haber adquirido y si se conforma al modelo sublime que es su Dharma. Solo con estas con­diciones tiene derecho al nombre de Brahman. El ideal es tan bello, que todos los hombres serios y reflexivos aspiran a él. 
Pero la sabi­duría interviene y dice: “Si, él te pertenecerá, pero es preciso ganarlo. Es preciso crecer y trabajar. Este ideal es verdaderamente para tí, pero no antes de que hayas pagado su precio”. Es importante comprender para nuestro propio crecimiento y para el de las naciones, que esta distinción entre los Dharmas depende del grado de evolución y de saber reconocer nuestro pro­pio Dharma en los trazos distintivos que encontramos en nuestra naturaleza. Si presenta­mos a un alma que no está preparada, un ideal tan elevado que no se sienta conmovida, impedimos su evolución. 
Si le presentáis a un hom­bre vulgar el ideal de un Brahman, le ofreceréis un ideal imposible de perseguir y por consi­guiente, no hará nada. Si dirigís a un hombre palabras que no están a su alcance, creerá que no tenéis razón, porque le impulsáis a hacer algo de que no es capaz. 
Vuestra locura le ha presentado móviles que no le atañen. 
Eran más sabios los maestros de antaño, que daban a los niños golosinas y después lecciones más avan­zadas. Nosotros, en nuestra habilidad, hacemos valer a los ojos del más abyecto pecador, mó­viles que corresponden a un gran santo y así, en lugar de ayudar su evolución, la retardamos. 
Colocad vuestro propio ideal tan alto como sea posible, pero no lo impongáis a vuestro her­mano, pues la ley de su crecimiento puede ser enteramente diferente de la vuestra. Aprended la tolerancia que ayuda a cada hombre a hacer, donde quiera que esté, lo que para él es bueno hacer y lo que su naturaleza le impulsa a realizar. Dejándolo en su sitio, ayudadlo. Apren­ded esta tolerancia, que no siente alejamiento por nadie, ni aún por los pecadores, que ve una divinidad trabajando en cada hombre y está cer­ca de el para ayudarle. En vez de permanecer apartado a causa de un pique espiritual y de predicar a este hombre una doctrina de renun­ciamiento que es superior a él, haced, para ins­truir su joven alma, que su egoísmo superior sir­va para destruir su egoísmo inferior. No digáis al hombre vulgar que si no es trabajador traiciona su ideal. Decidle más bien: He aquí vuestra mujer a quien amáis y se muere de hambre. Trabajad para mantenerla, al hacer, valer este móvil, seguramente egoísta, haréis más por el avance de este hombre, que disertando ante él sobre Brahman, lo no condicionado y lo inmani­festado. Aprended el significado del Dharrna y podréis ser útiles al mundo. Yo no quiero rebajar en una línea vuestro propio ideal. No sabrías, picar muy alto. El solo hecho de que podáis concebirlo os permitirá alcanzarlo, pero no por eso ha de ser el ideal de vuestro hermano menos desarrollado y más joven. Tomad por objetivo aquello que podáis imaginar de más sublime en el pensamiento y en el amor; pero al tomar este objetivo tened en cuenta los medios, lo mismo que el fin, vues­tras fuerzas y vuestras aspiraciones. Si éstas son elevadas, serán para vuestra próxima existencia los gérmenes de nuevas facultades. 
Man­teniendo siempre un ideal elevado, os aproxi­mais a él y lo que hoy deseáis con ardor, lo se­réis en lo porvenir. Pero es necesario tener la tolerancia del que sabe y la paciencia que es divina. Todo lo que está en su lugar está en buen lugar. 
A medida que la naturaleza supe­rior se desenvuelve, va siendo posible atraer cualidades tales como la abnegación, la pu­reza, la devoción absoluta y la voluntad fuer­temente dirigida hacia Dios.. Este es el ideal por realizar para los hombres más avanzados. Elevémonos gradualmente hacia ti, no sea que faltemos completamente a nuestro fin.
Continura.......
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