miércoles, 14 de diciembre de 2016

¿DISFRUTAMOS DE LA VIDA DEBIDAMENTE? PRIMER CAPÍTULO



¿DISFRUTAMOS DE LA VIDA DEBIDAMENTE?
por Francisco-Manuel Nácher
1.- Lo primero que a uno se le ocurre, al oír la pregunta título de esta charla, es que no, que no está disfrutando la vida como podría.
Porque todos vivimos en el malentendido de que hemos nacido para ser felices y, como no lo somos todo lo que imaginamos que podríamos ser, no se nos ocurre más que esa respuesta negativa.
Pero, ¿por qué he dicho que vivimos en un malentendido? Porque hemos desenfocado la visión real: Hemos nacido para aprender.
Por supuesto que todos tenemos la “obligación” de ser felices.
No cabe duda de que Dios, todo perfección, todo amor, todo justicia, no nos puede haber creado para que fuéramos desgraciados. En ese caso, no sería Dios. Por tanto, está claro que nuestro destino es ser felices.
Dios, por definición, es feliz. Y lo fueron los lemures, hasta la Caída, según nos dicen las Enseñanzas. Y lo son los ángeles, puesto que sólo ven el bien y sólo hacen el bien. Y lo son los Hermanos Mayores, que comentan con frecuencia que disfrutan de un buen humor permanente. Y lo son los Espíritus de la Naturaleza, que celebran sus fiestas y sus danzas, como muestra el iniciado Shakespeare en “El sueño de una noche de verano”. Y lo son los animales salvajes. Todos, armonizados con los ritmos y ciclos de la naturaleza, son felices. Tan sólo el hombre y lo que con él se relaciona no lo es.
2.- ¿Por qué? Porque el hombre actúa a contrapelo de los ritmos naturales y eso le crea desarmonías con las vibraciones que configuran la Creación, y lo enfrenta a las corrientes por las que fluyen las leyes naturales. ¿Y a qué es debida esa conducta excepcional del hombre? A la intervención prematura y extemporánea de los Luciferes, que nos hizo aprender antes del tiempo oportuno la manera de convertirnos en dioses creadores y nos ha convertido sólo en aprendices de brujos, capaces de despertar fuerzas cósmicas potentísimas que, luego, no sabemos manejar ni dominar, por falta de maestría.
3.- ¿Y qué efectos ha producido ese conocimiento prematuro? El descenso de la conciencia desde los planos etéricos hasta el plano físico. Y la fijación de esa conciencia en la materia, en lo material, en lo perceptible por los sentidos, que, realmente, sólo es la cristalización de lo que hay en otros planos, donde es mucho más real y elevado y satisfactorio.
Sobre este particular se me ocurre algo muy interesante para comprender la situación en que el espíritu virginal se encuentra, encerrado en sus vehículos y en mundos para él desconocidos: Todos sabemos que existe ya lo que la técnica llama “realidad virtual”. Pero, ¿qué es la realidad virtual? Una ficción, un sistema de percepción que afecta a todos los sentidos, o a la mayor parte de ellos, de modo que quien se somete a una sesión de realidad virtual, experimenta todo como si realmente estuviese viviendo lo que se pretende en esa sesión: luchar con un león, jugar un partido de fútbol, boxear, navegar, etc., de modo que no puede distinguirlo de la que llamamos “realidad”. Y yo me pregunto, ¿y si lo que llamamos realidad no fuese sino una “realidad virtual” a la que se nos somete en el Mundo de los Espíritus Virginales? Al fin y al cabo, eso es lo que todos los Iniciados nos están diciendo desde siempre: que éste es un mundo de ficción, que la verdadera realidad se encuentra más arriba, a partir del Mundo del Espíritu de Vida.
4.- A lo largo de miles de vidas, en tiempos mucho más crueles y duros que los presentes, aunque parezca mentira, y con una mente rudimentaria, hemos muerto infinidad de veces de hambre, de sed, de enfermedades incurables y no atendidas, de miseria, de heridas infligidas por hombres o animales, de pobreza, de debilidad, de falta de apoyo, etc. Y eso, con aquella mente rudimentaria, nos hizo pensar que lo importante eran los bienes. Creímos que moríamos por no disponer de ellos cuando, la realidad era que moríamos en esas condiciones porque ése era el karma que habíamos generado en vidas anteriores de crueldad, abusos y explotaciones sin límite.
Hace poco, contemplé un reportaje televisivo sobre los descubrimientos antropológicos de Atapuerca, en la provincia española de Burgos, que han hecho retroceder, para los científicos, la antigüedad del hombre como tal hombre, sobre la tierra, por lo menos hasta hace un millón de años. Y se hablaba de un grupo de unos cuarenta esqueletos que se habían hallado juntos. El entrevistador preguntó:
- Esto les habrá permitido a ustedes conocer, por ejemplo, de qué enfermedad murieron, ¿no?
- No, porque estaban todos sanos.
Tras un momento de sorprendido silencio, el periodista preguntó:

- ¿Entonces, de qué piensan ustedes que murieron?
- De hambre - fue la terminante respuesta.
Por eso, por una parte, tenemos la tendencia a valorar aquello de lo que estuvimos privados y, por otra, nos domina el miedo atávico a vernos una vez más privados de ello y tratamos de poseerlo y, a ser posible, en cantidad. Y nuestra vida es una sucesión permanente de miedos. Tememos la vida y la muerte; y tememos la enfermedad; la pobreza; la soledad; el desamparo; la miseria; la crueldad de otros; la explotación; la injusticia; el ridículo; el qué dirán, el presente y el futuro, etc., etc.
5.- Claro, en aquellas épocas pasadas, cuando la mente aún no era capaz de oponerse a los deseos, cabía cierta felicidad en la posesión y disfrute de bienes materiales. No se vislumbraban otras posibilidades. Es lo que se refleja en el Antiguo Testamento, en el que Jehová promete a sus fieles seguidores, como el no va más de la felicidad, muchos hijos, mucho ganado, muchas riquezas, larga vida, pero nada para después de la muerte.
Ahora, sin embargo, la mente se ha desarrollado - se está desarrollando rápidamente - y ya puede pensar algo que contradiga los deseos. Y empieza a ver cosas que antes no veía. Y se da cuenta de que está considerando los bienes y el dinero y la fama y el poder y los placeres, como si fuesen verdaderos valores, cuando la realidad es que son sólo valoraciones imaginativas nuestras, espejismos, concreciones de negatividad que desvían nuestra atención de los planos verdaderamente gratificantes y elevados y productores de evolución. Porque, uno se pasa la existencia luchando por conseguirlos y sin llegar a sentirse feliz, ya que, si tiene dinero, está siempre temiendo perderlo y se preocupa por amontonar más, sin acabar de disfrutar lo que posee; si bienes, su conservación le exige toda la atención y está siempre temiendo perderlos (“donde tengas tus tesoros, tendrás tu corazón”, dice la Escritura); si fama, sabe que en cualquier instante, que siempre llega, se esfumará, y ha de esforzarse por retrasar ese momento, lo cual le impide ser feliz; si placeres, sabe que son fugaces como el humo, y tendrá que esforzarse tras ellos ininterrumpidamente; si poder, no duerme pensando en que se lo van a arrebatar… Y luego, cuando le llega la hora de morir, se da cuenta de que, de todos ellos, no se puede llevar consigo absolutamente ninguno, que sólo eran medios para actuar aquí, a ser posible positivamente, y en beneficio de los desfavorecidos. Y uno tiene que aprender en el Purgatorio que aquel dinero que atesoró en exceso les hacía falta a otros para realizarse como hombres y, por su culpa, pasaron privaciones. Y que esos bienes que arrebató a otros, eran algo que se habían merecido en vidas anteriores y no tenía ningún derecho a arrebatárselo. Y que el poder que detentó era un medio para hacer el bien que no hizo. Y que la fama era sólo para que sirviese de ejemplo, aprovechando que las miradas estaban centradas en él. Y que los placeres, a los que sacrificó a otros, eran sólo momentos fugaces, simples creaciones mentales, productoras de adicción y sin ningún efecto positivo y elevador.
Siempre he dicho que los poetas son capaces de expresar en unos versos grandes verdades que, en prosa, necesitarían muchos volúmenes. Quiero poner un ejemplo trayendo a colación la última estrofa de un poema sobre la muerte, de mi libro “El viaje interior”. Dice así refiriéndose, pues, a la muerte:
“Porque, lo que a ella le importa,
terminada la función,
no es el traje
sino, en esta vida corta,
cuál fue la interpretación
del personaje.”
CONTINUA EN EL SEGUNDO CAPITULO

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